Textos / 8 noviembre 2016

Arroyo Espera

«Con ella vinimos dos veces a esta casa que encontró por internet. Un living de revista con sillones cómodos y ventanales con vista al verde. Una cocina enorme con mesadas de madera y un baño blanco decorado con posters de películas. Todavía están ahí, sí, pero ya ni los miro.»

Cierro los ojos y pienso en agua sucia. Agarro papel y birome y hago anotaciones, escribo una suerte de algo. De alga. De viscosidad submarina, de resto profundo que flota por los canales. Intento concentrarme en el Delta pero estoy más atento a que no se me escape la lancha almacén. Los tipos saben que los espero, siempre me ven sentado en el pequeño muelle inundado a varias casas de distancia. Van preparando latas de atún, arroz, coca común, pan y yerba. Cigarrillos me traigo cuatro o cinco atados, y si me quedo corto tengo que ir a la casa kiosco a comprar Marlboro que es lo único que venden. Voy por los senderos, agarro caminos por propiedades privadas, trato de no caerme en los arroyos. Acá te metas donde te metas siempre sentís que algo te agarra el pie y empezás a patalear pensando en animalitos con dientes. También pienso en rubias yanquis de veintidós años en bikini y con tatuajes porque en las películas esas son las primeras en morir. Así voy a terminar yo.

Todos los veranos agarro la reposera y vengo a esta casa a morirme de calor y a buscar mi tumba acuática. No, mentira. Ni me meto al agua. Cuando salgo a caminar a veces me quedo un rato en los campings y ahí hay tipos que se meten a “refrescarse” en los canales del Delta porque la novia los está mirando. A esos no les queda otra. Si hay gente cerca agarro el celular y hablo solo durante un rato para después pararme, estirarme y lamentar que ya se haya ido el sol. Pero siempre hay alguien que te mira con cara de no te hagas el boludo si acá no hay señal con quién vas a estar hablando. Cuando pasa eso junto mis cosas y me voy de vuelta para la casa que alquilo; siempre es mas o menos así, todo enero, excepto cuando llueve. Lo mejor es la lluvia. Me puedo quedar adentro sin tener que salir a los mosquitos y a toda esa precariedad que viene con el aislamiento.

No me gusta el Delta. Vengo porque extraño a Marina.

Con ella vinimos dos veces a esta casa que encontró por internet. Un living de revista con sillones cómodos y ventanales con vista al verde. Una cocina enorme con mesadas de madera y un baño blanco decorado con posters de películas. Todavía están ahí, sí, pero ya ni los miro. La casa es de Eduardo y Mónica, una pareja de jubilados que vive en una pequeña choza al fondo del terreno. La primera vez que vinimos Marina se rió de sus chistes y entró en confianza. A ella le decían Marina y a mí me decían Disculpame o ¿Marina? si querían hablar de temas de plata. Esa primera vez ni aparecieron, se quedaron allá al fondo y una sola vez lo vi a Eduardo bien temprano a la mañana mientras caminaba por afuera de la casa y miraba cómo habíamos dejado la parrilla la noche anterior. Nos contaron que tenían una hija internada en el hospital de Tigre y que a veces tenían que salir inesperadamente para allá así que nunca sabíamos si estaban entre los matorrales o no.

Ese enero jugamos a recorrer los arroyos cercanos y a tomar sol. Llevamos libros y podíamos pasar un buen rato sin hablarnos, cada uno acostado en un sillón perdidos en las lecturas del momento. Fuimos re organizados y una semana antes ya teníamos la lista armada con los almuerzos y las cenas. Y la cumplimos -comimos tortilla de papa, pastas, empanadas, picadas, de todo. Esa primera vez dejamos todo lo que sobró en la casa. Marina pensó que era un buen gesto pero honestamente me imaginé que Mónica no iba a hacer nada con ese medio kilo de yerba, ese poco de aceite, media bolsa de arroz. Los paquetes con poco contenido adentro quedaban mal con la decoración, toda esa madera. Dentro de la casa Marina andaba en calzas y remera, los rulos sueltos. Cogimos la primera noche y después al día siguiente a la tarde, todos los días. Luchamos juntos contra la naturaleza y sus mosquitos. Marina se asustaba con los ruidos desconocidos de la noche, los murciélagos que volaban sobre el muelle. Una noche dijo que había una rata asomada entre los juncos. Pero por ahí fue un perro.

Acá está lleno de perros. A veces cuando estoy sentado en la reposera viene Chicha a intentar subírseme encima con todas las patas embarradas. Chicha es una ovejero alemán obesa con la cadera como un tambor de lavarropas descajetado. No sé quién la habrá traído pero ahora está sola y duerme donde le den comida. Me paro rápido para frenarla antes de que mi ineptitud sea una excusa para que Mónica se acerque a ayudarme porque ella seguro me está mirando desde el fondo. Ella también espera la lancha almacén, así que debe estar atenta. Dice que generalmente no les compra porque venden todo carísimo, pero estos son los mismos tipos que traen el diario y entonces no le queda otra. Chau Chicha chau salí.

La segunda vez que vinimos creo que la idea era salvar la relación. Había sido idea mía, de esas ideas brillantes que no sé de dónde salen y creo que hasta la llamé a Marina al trabajo para preguntarle qué opinaba de pasar una semana acá de nuevo. Después todo salió medio mal. Cuando llegamos Mónica nos contó que la hija había fallecido. No ese mismo día, unas semanas antes, pero por algo sentí que tendrían que habernos contado eso por teléfono. A Marina todo ese asunto la puso mal y estuvo bastante pendiente de los ires y venires de Mónica. Eduardo estuvo la mayor parte del tiempo afuera de la casa arreglando la parrilla. Se cortó la luz más de una vez y estuvimos mucho tiempo adentro, en silencio. Marina notó que habían cambiado dos cuadros y que había algunos libros nuevos y entonces se puso a mirar en todos los cajones. Al lado del televisor había dvds truchos y encontré un Scrabble en la cómoda del dormitorio. Fumamos más y comimos más comida de peor calidad. Leímos muchísimo. Casi no hablamos. Creo que en más de una ocasión intenté hablar de los viejos tiempos, de cuando las cosas estaban mejor, pero por alguna razón nunca hablamos seriamente.

La última noche jugamos al Scrabble. Yo tenía mucho en la cabeza y quería hacer algo al respecto. No tenía las letras para formar la palabra “perdón”. Y entonces bajé D2I1S1C3U1L1P3A1M3E1 y gané 17 puntos. Marina se quedó callada, enderezó las fichas para que queden parejas. Qué estúpido de mi parte. Podría haber formado D2I1S1C3I1P3L1I1N1A1M3E1 sacando la U1y la L1 si usaba las otras letras en el tablero para sumar 19 y ganar 57 puntos al usar la casilla con Triple Tanto de Palabra. Un desperdicio de letras. Pero por un momento tuve esperanzas. Sonrió, apenas, y dijo que iba a poner M3A1R1I1N1A1. No pensé y le dije que no valían los nombres propios. Me dijo que era el adjetivo, como en “tormenta marina”. Le dije que bueno. Después se dio cuenta de que le faltaban letras y no la ayudé. Qué forro, la tendría que haber dejado ganar. Nos quedamos en silencio. Recuerdo ese silencio.

Teníamos los bolsos armados porque salíamos bien temprano al día siguiente. Fumamos un último cigarrillo y hablamos un poco de lo feo que sería vivir acá en el Delta todos los días del año. A la mañana siguiente nos despedimos de Eduardo y Mónica y les entregamos las llaves de la casa. Esta vez la despedida fue más corta. No teníamos mucho para decir. Marina había insistido en llevarse todo, medio así a las apuradas. Metimos el aceite empezado en una triple bolsa, nos llevamos la yerba, el queso y el azúcar cerrado que ella había insistido en comprar para hacer galletitas y al final nunca usó. Dije que esas cosas eran baratas y que no hacía falta cargar todo eso pero ella insistió. No quedó rastro de nosotros en esa casa y llevé todo ese sobrepeso sin decir nada, ni me quejé. Caminamos hasta el muelle con los bolsos y esperamos un buen rato la lancha colectivo para volver. “¿Qué pensás?” me preguntó. “N1A1D2A1. ¿Vos? ¿Que pensás?”. Y creo que no me contestó.

No convivíamos así que eso hizo las cosas más fáciles. Creo que cuando me di cuenta de que tenía que hacer algo ya era demasiado tarde y entonces no la llamé, no la busqué, no le escribí. Casi un año más tarde unos amigos me invitaron a pasar unos días en una cabaña en el campo y por alguna razón volví a pensar en ella, en este lugar en el Delta, en Mónica y Eduardo. Después los llamé, reservé la casa y me vine sin protector solar, sin Raid, sin cargador de celular, con un solo par de medias y todas esas cosas de improvisado. Ahora ya aprendí y hago una lista un día antes de salir. Y sí, acá la extraño a Marina. Pero tengo mi rutina. Cada noche antes de ir a dormir juego a buscar algo que tal vez con ella hayamos dejado olvidado, un lápiz, un cuchillo, un fideo crudo en el piso debajo de la heladera. Miro debajo de la cama o detrás de los sillones pero no encuentro nada. Y ya sé que probablemente hayan venido muchas personas desde entonces pero no importa. Estoy seguro de que algo dejamos.

Yo sabía. Ahí viene Mónica. Tiene puestas las botas del marido todas llenas de barro. Se me acerca y sonríe, mira hacia el cruce de arroyos adelante y suspira, se sienta. Me quiere hablar. Ahora que vengo solo saben mi nombre. No lo dicen, pero sé que lo saben.

-¿Y? ¿Cómo anda Marina? Este año tampoco pudo venir.

-No. Anda con mucho trabajo, muy estresada. Va a ver si se puede tomar vacaciones más adelante. Por ahí nos venimos juntos en marzo pero no sé.

-Ah, sería re lindo eso. Hace un montón que no la veo. Tres años ya casi ¿no?

-Y sí, creo que sí. Pero les manda saludos, eh. Se muere de ganas de venir.

-¿En qué andan. ¿Cuánto llevan juntos ya?

Y le invento alguna que otra cosa. Hablamos un rato, acá en el muelle, y esperamos la lancha almacén. No sé qué diario compra Mónica, después se lo voy a pedir para ver en qué anda el mundo. Hoy creo que voy a cenar fideos. Parece que va a llover.

***

Martín Furlong nació en Buenos Aires en 1985. Es docente de escuela secundaria. Publicó el libro de cuentos Mabeles (Pánico el pánico, 2012) y la novela Tierra Roja (Pánico el pánico, 2016).

publicado en Textos


Selección de cuentos, poesías y escritos de diversos autores en los que la casa configura lo que sucede, como en la vida. Curados por Valentina Varas.