Escritorio / 28 noviembre 2010

Escritorio: Sueños de grandeza

La manta que explota de colores, comprada en un viaje, rompe la monotonía del impecable sillón de lino crudo de tres cuerpos. Sobre la mesa ratona, descansan los libros ordenados por histeria y por tamaño. La bandeja atesora un juego de porcelana inglesa, un tesoro heredado —merecidamente— de alguna tía a la que había que tenerle mucha paciencia, además de la madeja de lana mientras tejía y tejía.

Estos objetos están presentes en mi casa, pero no se equivoquen. Están, aunque plasmados sobre la doble página central de una revista de decoración española, una de esas que compré para sacar ideas y para preguntarme cómo hace Amparo de Barcelona para mantener esa hogar blanco Ala, con seis varones y todo. Y aunque mi sillón no está nada mal —ejem, una maravilla de segunda mano adquirida vía internet—, la sensación de relax se desbarata cuando, al recostarme para ver una película, siento como una matraca de plástico se me clava en la espalda. Y debería estar agradecida, porque la otra vez casi muero desangrada por una birome garabateadora.

La mesa ratona se convirtió en mesa fantasma. Porque desapareció. Es que el tope de vidrio de esa mesita —rescatada de la calle y salvada de algún perro con ganas de marcar territorio— se convirtió en un arma letal. Por eso las tazas de café con leche descansan sobre “algún algo” que haga la gauchada de sostener: una caja de cartón, un cajón peruano, lo que venga.

Igual, ahora que lo pienso bien, esto de echarle la culpa a una criatura de dos años no está nada bien. Siendo sincera, mi casa siempre tuvo algo de aniñado, mucho de desorden, un poco de inacabada y una pizca de pretensiones de ser casa de revista. Quizás, acabo de encontrar un lindo chivo expiatorio para canalizar culpas por mis quilombos y, al mismo tiempo, una maravillosa fuente en pañales de inspiración y de amor.

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