Textos / 8 junio 2017

Piezas, cuartos o habitaciones

Sólo se escribe acerca de la muerte por plata o bien por la muerte por amor, o se escribe sobre el amor así pelado, el amor sin muerte, aunque ahora pienso que todo amor es como una pequeña muerte; al fin y al cabo se termina o se transforma en otra cosa, en una cosa horrible, que se vive como una forma de la muerte. Todo amor es criminal, todo amor es un crimen y debería estar prohibido. Y siempre es un misterio.

En todo caso a Melissa la habían visto, o mejor, habían visto su pelo castaño, con algún mechón de otro color, que antes había sido rubio, y que al tiempito sería negro azabache, ondeando al final del bulevard, antes de llegar al Club Regatas, doblando por el camino de ripio que lleva a La salamanca, agarrada a Perazzo que estrenaba así su nueva Dax 50. Un misterio su decisión. Le había regalado unos TDKs grabados de Virus en los que había empleado mis ingresos y ella decía que le gustaban mucho. ¿Le gustaban de verdad? Nunca lo sabré.

La Dax siempre fue una moto de porquería. Parecía más un juguete a motor que una moto. Por eso no se podía explicar que Melissa, esta versión de Melissa con el pelo castaño, hubiera elegido a Perazzo y no a mí. Es verdad que yo no tenía una moto ni tenía posibilidad de tenerla; mi única posesión era una lapicera bic y una carpeta negra con algunas hojas en blanco que llevaba a la Industrial todos los días, pero Perazzo era poco menos que una cosa, con su nariz chiquita, su frente desproporcionada, y sus años de acné en la cara, el pus. Melissa en cambio era perfecta, era la rematadora en el equipo de volley, se impulsaba con sus largas piernas y se estiraba para pegarle a la pelota allá en lo alto. Es verdad que antes de Perazzo había estado de novia con Olguín, pero Olguín nos llevaba diez años a todos y atendía la heladería del padre todos los veranos, la que había frente a la plaza y al fin y al cabo era el único negocio decente en el pueblo, el único lugar al que valía la pena invitar a una chica. De modo que yo no tenía ninguna esperanza con Olguín hijo, que además tenía una Zanella 125 y que hasta a veces usaba el Taunus del padre, pero lo de Perazzo era inexplicable. Al principio no lo quise creer. Entonces fui a visitar a mi mejor amigo, Marcos, que era el hermano de Melissa.

Era la hora de la siesta y desde la calle vi como Marcos reparaba algo en su Gilera 125, en el garaje que hacía de taller y que se comunicaba con su pieza por la puerta de atrás.

-¿Es verdad de lo de Perazzo y Melissa? –le pregunté mientras me sentaba en la banqueta. Estaba Néstor, estaba la Gilera con una rueda menos y Marcos trabajaba en el piñón. Había olor a aceite y nafta.

-Buenas tardes –dijo Marcos. Marcos seguía siendo rubio y también jugaba al voley, aunque no era una estrella como Melissa. Ni en el volley ni en la pista de Sarao, el boliche al que íbamos Marcos, Perazzo, Melissa, Olguín hijo, las amigas de Melissa, etc.

-Sentate, si querés –dijo Marcos. Él sabía ser irónico.

-Permiso –dijo yo-. ¿Qué le pasa a la Gilera?

-No me meto en la vida de mi hermana.

No supe qué decirle, porque era verdad que él y su hermana se llevaban bien y eso seguramente tendría que ver con un acuerdo que se respetaba a rajatabla. Yo conocía y conocí después otros casos de hermanos y casi siempre se llevaban mal. De todas maneras seguí con mi estrategia y me ofrecí a preparar el mate y aprovechar la ida a la cocina para investigar en la pieza de Melissa. Eso me daba unos diez minutos. Los padres de Melissa y Marcos estarían trabajando a esa hora, la abuela estaría en la casa de al lado.

-Preparalo –dijo Marcos-. Es bueno que sirvas para algo.

La pieza de Marcos daba al garaje. En verdad, la pieza y el garaje habían sido parte de una misma construcción, separadas por una pared. La cama de Marcos ocupaba un lado de la pieza y al fondo había un viejo ropero con un espejo. Frente a la cama, una mesa de fórmica que hacía las veces de escritorio y que usábamos para estudiar. Tiempo después la mesa fue ocupada por una PC y una impresora. Había tres sillas de distintos juegos; la más nueva estaba tapizada con una cuerina roja y la más vieja, y también la más resistente, era de paja. Las dos eran de buena madera. Marcos era el hermano mayor y era el que tenía más beneficios en la distribución: su pieza daba al garaje y eso le daba una salida independiente. Al fondo de la pieza había dos puertas; por la que era paralela a la pieza y al garaje se accedía a un galpón en la que el padre de Marcos guardaba sus herramientas y la máquina de cortar pasto y también la heladera familiar. Parecía de otra casa. Había mucho desorden y solía dormir alguno de los perros que siempre tenían.

Por la puerta que estaba perpendicular, se accedía a un pasillo en la que estaban la pieza de los padres de Marcos, que daba con una ventana a la calle, y la otra era la pieza de Melissa, cuya ventana daba al patio y más allá a la casa de la abuela. Doblando a la izquierda había otro pequeño pasillo que en un costado tenía el baño y al final la cocina comedor, en donde además estaba el televisor, un juego de silla de metal y tapizadas, nuevas, una gran mesa haciendo juego, un aparador en la que abajo se guardaban los platos y las fuentes, en el medio había algunos adornos, y arriba, tras dos puertitas vidriadas, había espacio para guardar los vasos y las copas. El aparador era blanco y fucsia.

Puse la pava en el fuego, llena, a fuego mínimo, para que tarde en calentarse y prendí el televisor.
-Prendo el televisor –le grité a Marcos desde el pasillo y subí el volumen. Pasaban una telenovela en la que la protagonista tenía un largo pelo lacio y castaño y era muy flaquita. Hacía de mucama o algo así. Dejé la telenovela a todo volumen, el agua en el fuego y me metí en la pieza de Melissa. De mínima, quería recuperar mis cassettes. De máxima, encontrar alguna pista que me ayudara a entender su decisión y elaborar otra estrategia de seducción. Los cassettes de Virus habían sido la última, antes habían estado calcomanías, ramos de rosas, libros y una serie finita pero muy humillante de atenciones que había tenido con Melissa. Nunca había entrado a su pieza, nunca volví a entrar. Se veía lo suficiente para moverse, la persiana de la ventana estaba semiabierta, en penumbras, y nunca supe cómo lucía su pieza y nunca iba a saber cómo luce una pieza de una chica de dieciséis años; no quise prender ni siquiera el velador. Era un velador viejo, seguramente de cuando sus padres eran jóvenes. Marcos tenía otro igual en su pieza. Era de mesa de luz, tenía una pantalla color crema y la base era de madera. Quise abrir la mesa de luz, estaba cerrada con llave. Marcos tenía una igual en su pieza, pero él no la cerraba y dejaba la llave puesta. La pieza de Melissa tenía un ropero más grande que el de Marcos, más nuevo, de madera clara y con un espejo más nuevo; no se veía el azogue en las esquinas como en el caso del de Marcos. Me la imaginé a Melissa mirándose al espejo antes de ir a bailar los fines de semana, viendo como le iban sus minifaldas de colores cálidos o sus vestidos siempre ajustados, evaluando su nuevo color de pelo. La imaginé cambiándose de ropa, eligiendo. Abrí el ropero. Había mucha ropa. Lo cerré, abrí los cajones de abajo; había ropa interior. Me fijé en unos de sus corpiños, tal vez rojo, la penumbra me lo impedía determinar. Pensé en probármelo, pero desistí. Iba a ser difícil explicarle a Marcos si se asomaba. Salí de la pieza y fui a la cocina, volqué la mitad del agua ya tibia y le puse más agua fría y la volví al fuego. Ahora pasaban propagandas en el televisor. Volví a pasar por los pasillos, por la pieza de Marcos y salí al garaje. Marcos seguía trabajando en la Gilera 125.

-Se debe estar por acabar la garrafa –le dije-. Hay poco gas, tarda el agua en calentar.

-Bajá el televisor –me dijo.

Me volví y al pasar por su pieza, saqué la llave de la mesa de luz y fui corriendo hasta la cocina comedor y bajé un poco el televisor. Sigilosamente caminé por el pasillo hasta la pieza de Melissa. Me arrodillé, como me hubiese arrodillado ante Melissa, metí la llave en la puertita de su mesa de luz. La giré y abrió.

Tenía dos estantes. En el de arriba había cuadernos forrados, varios. Carpetas, algunos álbumes de fotos. También un diario íntimo: una suerte de cartuchera que también tenía una pequeña cerradura. La quise forzar y temí romperlo. Me pregunté si mi nombre ocupaba algún lugar en esas hojas, mi nombre dibujado por su letra infantil, sus manos preciosas, sus dedos largos y delicados. Supuse que el diario sería de color rosa, aunque no podía saberlo. En el estante de abajo no veía nada. Metí la mano y saqué un puñado de preservativos, marca Joker. Primero me sorprendí, después calculé que era poco probable que mi nombre apareciera demasiadas veces en sus diarios y en todo caso, si aparecía, tal vez no me convenía saber en qué contexto. Me guardé los forros en el bolsillo derecho de mi pantalón y hurgué más la mesa de luz. Reconocí el carácter rectangular de un cassette, en su cajita. Lo saqué. No era uno de los TDKs de Virus que le había regalado, era uno comprado en una disquería. No en la disquería de la calle Rocamora, la única del pueblo. Me fijé en la portada del cassette y a eso no lo vendían en la disquería, yo iba seguido a pedir que me grabaran novedades y conocía todo su catálogo de rock nacional y a ese cassette nunca lo había visto. Me lo guardé en el bolsillo izquierdo, cerré la puerta de la mesa de luz y me fui la cocina. Terminé de preparar el mate y me lo llevé al garaje. Aparte de Marcos estaba el Otro Marcos, así le decíamos. Tenía una Siambretta muy vieja, pero muy bien mantenida. También era compañero de la Industrial. Aproveché para inventar una excusa y los dejé con el mate preparado y me fui a mi casa.

Perazzo tenía primos en Buenos Aires y de vez en cuando viajaba a Capital. Sus primos vivían por el barrio de Flores, por aquella época no conocía yo Buenos Aires pero Flores era sinónimo de rock. De ahí venía con algunas novedades, ropa o música. La ropa que traía estaba buena, pero no era nada de otro mundo. En todo caso era menospreciado por nosotros porque se vestía como un porteño. La música que traía sí era novedosa, pero en seguida el Dick Jockey de Sarao se conseguía la música que traía Perazzo y la pasaba en sus sets y dejaba de ser una novedad. Aquel cassette que me robé aquella vez tenía una portada llamativa, negra y con figuras humanas con puños cerrados y banderas rojas. El nombre de la banda me pareció demasiado largo, constaba de un nombre propio y una comida. Ridículo. Pero los muy hijos de putas no sonaban nada mal. Tenían buenas guitarras, vientos, y la voz del solista era áspera y seductora. Mientras los escuchaba se me movían los piecitos. Las letras eran raras, pero no importaba. Eran buenos. Odié a Melissa y a Perazzo y sus novedades porteñas. Odié, también, a la banda; la odié para siempre. Nunca los fui a ver, a pesar de que me fui a vivir a Buenos Aires y tuve muchas oportunidades. Me negué a ser parte del cada vez más extenso mundo redondito y de ricota. Sigo prefiriendo la poesía de las letras de Virus: una vez los fui a ver, antes de la muerte de Federico Moura. Federico ya estaba muy flaco y desmejorado
Melissa y Perazzo estuvieron un tiempo juntos, de novios. Después ella lo dejó y a él le robaron la Dax.

Después ella nos dejó para siempre a todos, fue una tragedia muy dolorosa y cercana. Lloré mucho, creo que Melissa en su corta vida fue feliz. Fue amada por su familia y amistades y novios y también por mí. A veces pienso en ella, en sus mechones de colores.

***

Damián Ríos nació en 1969 en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Publicó libros de poesía y narrativa. El perro del poema, Como un zumbido, El verde recostado, entre los de poesía; Bajo cero, en cuento, y la novela Entrerrianos. Fue fundador y director editorial de Interzona y actualmente,  junto a Mariano Blatt, codirige la editorial Blatt & Ríos. Vive en Buenos Aires.

publicado en Textos


Selección de cuentos, poesías y escritos de diversos autores en los que la casa configura lo que sucede, como en la vida. Curados por Valentina Varas.