Textos / 20 diciembre 2016

Unas vacaciones en Brasil

«Una vez más tuvimos que mudarnos. Era un primer piso oscuro, a la calle, en Gallo y Charcas, pero tenía cuatro dormitorios y un patio. Mi cuarto era para mí sola y tenía un empapelado de pájaros en tonos rosas y salmón con el alcochado haciendo juego. Me parecía lo máximo.»

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Cuando mi hermano nació yo tenía tres años y cuatro días. Durante un par de semanas, entre el segundo piso de Luis María Campos, lleno de militares, en donde salía a mirar el tren pasar y donde casi me ahogo con un caramelo Fizz (y fue la mujer de un general la que salvó mi vida) y el segundo piso D más sórdido pero más compartimentado, vivimos en la casa de mis abuelos. La infancia es, para mí, un cúmulo de postales. Quisiera poder recordar la interacción con mis padres, mi manera de actuar, de jugar, cómo me trataban ellos y cómo reaccionaba yo pero son sólo imágenes cada vez más volcadas al sepia, sin sonido (excepto por unos pocos momentos malos, de gritos y peleas) y sin movimiento.

La casa nueva quedaba en Canning 3020, en una de las torres azules, tan paradigmáticas de la zona, llena de departamentos de techos bajos y vidas tristes. O no. Tenía tres dormitorios, dos baños completos, living comedor, cocina y cuarto de servicio. Eso en cien metros cuadrados implica una sola cosa: compresión. Diego y yo dormíamos en el cuarto grande, que primero estuvo pintado de azul y después de bordó, las dos veces laqueado. De un lado estaba el cuarto de mis papás y del otro el de mis hermanas. El de las chicas era rosa y tenía una cama con otra abajo, un escritorio de caña y vidrio y algún estante. Teníamos una sola tele sobre una mesita con ruedas que iba pasando de una habitación a la otra. Mis hermanas venían algunos días, no sé cuántos ni cuáles, pero para mí eran importantes. Marce nos hacía lavar dientes y pies y tomar pastilla de flúor. Justo el día antes de que yo empezara la primaria, ella volvió de Israel, había ido realmente a recoger naranjas a un Kibutz y condimentó la emoción con un poster de los Pitufos, unos chocolates y algún otro regalo que ya no recuerdo. Ella tenía dieciséis y empezaba quinto año, la habían adelantado uno porque cumple en septiembre pero me lleva diez. Ale, las mañanas que estaba durante ese año, me llevaba corriendo, agarrándome de la mochila para ir más rápido, hasta mi escuela que quedaba a una cuadra para después tomarse el colectivo hasta el Castelli. Yo estaba en primero y ella en séptimo. Cuando se quedaban a dormir, nos metíamos los cuatro en su cuarto a mirar Chip, patrulla motorizada. De postre comíamos chocolate para taza, que yo mojaba en el té o café de alguno de los grandes y solíamos cantar en la sobremesa. Hubo noches buenas y noches malas. Los ríos subterráneos eran de mucha tensión y complejidad.

El verano siguiente, el verano del 85, cuando ya había cumplido siete años, mis padres decidieron abandonar las clásicas vacaciones en Pinamar y se decidieron por Canasvieiras, Florianópolis, Brasil. Salimos una mañana temprano, los seis montados en el Falcon gris, dispuestos a la aventura (algo que mis padres no ponían demasiado en práctica). No duró mucho. A la altura de la fábrica de Ford, en la Panamericana, el auto se quedó. Por más que hice fuerza para que mis poderes funcionaran, por más que intenté invocar a dios o a cualquier ser superior, no hubo nada que hacer. Tuvimos que volvernos a casa. El coche se ve que no podía aguantar ese trajín y terminamos tomándonos un avión (el segundo que me tomaba a conciencia, el otro había sido para ir a Pinamar, vía Villa Gesell, cuando Diego recién había nacido), lo que debe haber resultado un agujero terrible en la nada próspera economía familiar. Salimos desde Aeroparque y llegamos a Porto Alegre. Los recuerdos que tengo son de lluvia. Tormentas tropicales casi todo el tiempo, el mar picado, mis hermanas escuchando Viudas e Hijas de Roque Enroll en un walkman Sony amarillo waterproof (mis hermanas tenían gadgets modernos por parte de madre) y yo aprendiendo las letras que nunca más olvidé. También recuerdo a los amigos de mi hermana Marcela, todos varones que pasaron por casa, creo que a disgusto de mis padres, y que para mí eran una suerte de marcianos aunque ya desde entonces me causaban cierta perturbación. Si las vacaciones no venían geniales por culpa del exceso de lluvia, se terminaron de arruinar cuando de Buenos Aires llegaron malas noticias: mi abuela Eugenia estaba muy mal. Creo que fue la úlcera además de la pérdida de memoria. ¿O sólo estaba ida? No lo sé pero los seis nos volvimos de urgencia en otro vuelo desde Porto Alegre. Recuerdo llamados desde el aeropuerto y después la casa de mi abuela, con muchos adultos preocupados y mi padre peleándose con su hermana por los años de los años. Las vacaciones terminaron así, abruptamente, y quedaron nubladas en mi memoria.

Unos días después, las chicas se fueron a Estados Unidos con la mamá y su marido. Nuestras vidas no eran del todo simétricas y a mí, a veces, me costaba entenderlo. Explicaba en el colegio con orgullo que tenía dos hermanas más grandes, pero también tenía que explicar que no compartíamos la misma madre y eso, a lo seis años, parece no tener demasiada lógica. Y las extrañaba. Volvieron cargadas de regalos: una pistola gris llena de luces para mi hermano, que duró sólo un par de horas, vasos llenos de collares del carnaval de New Orleans y un pasacassette portátil, el primero que había en mi casa, con el cual escuchamos a María Elena Walsh, los grandes éxitos de los Beatles y un disco de ruidos y ruiditos que por estos días apareció en mi mesa de trabajo. También grabábamos mucho en un cassette virgen y a mí me parecía magia.

Al año siguiente la mamá de mis hermanas se separó, se fue de la casona enorme de Belgrano R y mis hermanas vinieron a vivir con nosotros de manera permanente. Fueron tiempos duros. Una vez más tuvimos que mudarnos. Era un primer piso oscuro, a la calle, en Gallo y Charcas, pero tenía cuatro dormitorios y un patio. Mi cuarto era para mí sola y tenía un empapelado de pájaros en tonos rosas y salmón con el alcochado haciendo juego. Me parecía lo máximo. Las chicas tenían el cuarto grande, lila, con dos camas y un escritorio igual al que me compraron a mí, con muchos cajoncitos y de madera clara. Diego dormía en un cuarto que era casi un pasillo pero no tenía que soportarme. Nos alejamos del colegio y tuvieron que empezar a llevarnos en coche. Nos turnábamos con los vecinos que eran los hijos del encargado de El ladrillo, las empanadas fritas, y vivían en la casa de arriba. El padre críaba canarios y a mí todo el asunto de las empanadas y los pájaros me resultaba fascinante. Después empezamos a ir en el 188 y a volver caminando, doce cuadras larguísimas, atravesando el parque Las Heras y odiando al mundo. Pero para esa época mis hermanas ya se habían ido nuevamente y por algún motivo que nunca supe -tengo pocos recuerdos de esa época triste- dejaron de venir y casi no las veíamos.

Nunca volví a Florianópolis y no creo que vaya a hacerlo. El Falcon fue reemplazado por un Regatta azul que a mí me parecía el colmo de la modernidad. Mi abuela en un mes cumple 100 años. Mis padres se mudaron hace años a una casa para ellos solos y de postre comemos siempre cosas sofisticadas. A veces, cuando nos reunimos los cuatro en Buenos Aires, nos ponemos a cantar y me río como con nadie más me reí nunca en mi vida. Los amigos de mi hermana que antes eran grandes, ahora son contemporáneos. Mi papá y mi tía se amigaron hace ya mucho tiempo. Sigo pensando que tener muchos hermanos fue de lo mejor que me pasó en la vida.

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Julieta Bliffeld vive en México. Es Licenciada en Letras, tiene 3 hijos y en Twitter es @mexicomemata. En 2013 publicó la antología Cuarenta grados a la sombra (Planeta) y en 2014 un cuento en la antología Felices Juntos (Tenemos las máquinas). Algún día volverá a Buenos Aires.

publicado en Textos


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