Si el trabajo invade, la casa espera. Soporta los papeles, no molesta. Acepta la ropa sucia, el polvo, los vidrios con lluvia seca.
Si me enamoro, corre el aire. Crece el ficus, sube la radio.
Y si viajo, todo hiberna.
Somos un equipo, la casa y yo.
Le compro flores, le limpio el horno, la aspiro.
Ella me es amable.
Pero una vez cada tanto nos peleamos.
Algo pasa. Una gotera, hormigas, una grieta. Me traiciona. ¿Es posible que sea sólo ladrillos y maderas y caños y cables? Ya no me espera. Se pone mala, ataca.
Desconfío, miro dos veces, me tenso.
Pasan semanas.
De repente, un guiño. Por ejemplo, me enfermo.
No tengo certezas pero me entrego.
Y funciona.
Se queda mansa, me acompaña, me deja en paz.
La heladera vibra, la llave abre, nada se rompe.
Vuelve. Volvemos.
Ella me tiene más paciencia, lo sé.
Pero yo la miro así.
Tenemos suerte.