Las sábanas están sobrevaloradas. En otras partes del mundo ya se dieron cuenta e inventaron el edredón entelado. Yo mejoré el sistema y nadie me lo valora: duermo sobre el mismísimo colchón. Bueno, cada tanto. Si mi madre se enterara, me gritaría y preguntaría si estoy bien, si me pasa algo. Y sí, a veces me pasa algo y mi autoestima me abandona, y otras veces simplemente sucede que saco las sábanas, limpio la casa, tengo una vida y cuando se hace de noche estoy demasiado cansada como para tomarme el trabajo. Acolchado y apago la luz. Porque es fácil, mordiendo una tostada y con un saco a medio poner, estirar una cama ya armada, pero otra cosa es prolijamente ir alisando capas desde cero. LO SABEMOS TODOS.
Mi real enemiga es la sábana de abajo. Su mal diseño es proverbial, como lo demuestra el hecho de que tuvieron que inventarse implementos tales como ganchos esquineros. Tuve que comprarlos: cada mañana la tela aparecía hecha un bollo. Ni hablemos de dormir en pareja o, mejor aun, de sexo (aunque al menos ahí somos dos para estirarla). Ojo, puede que los vértices de la cama ayuden a retener de alguna forma las sábanas (?) y resida allí el quid de mi cuestión: no tengo una estructura. Es que aun no llegué a ese punto de madurez horizontal. Estuve seis años durmiendo en un colchón en el piso, y habría seguido así si no fuera porque una pareja amiga me preguntó si no quería el suyo, que ahora tenían nuevo.
Fue un cambio de perspectiva, no lo podría negar: un colchón sobre otro es dejar de tener las pantuflas a mano. Literalmente. Confieso que fui fiel y el mío es el de arriba. Ya está viejito. Una vez al mes, religiosamente, lo doy vuelta, como hacen las abuelas.
Mi mamá diría «¿Hippie o abuela, quién te entiende?».
Mi psicólogo diría: «Interesante».