La casa no cuaja y todo plan avanza lento. Es de esas épocas. Busco ideas en internet, y nada: la línea entre la inspiración y la frustración es muy fina. Plan B: tiro y regalo cosas. Que no se trate de reacomodar sino de innovar. Plan P: paso horas mirando la pared blanca y barajo opciones medio imposibles. Plan Z: me voy a dormir con ganas de mudarme.
Acostada, veo el rincón e imagino un escritorio. No. Una lámpara. No. Un pequeño sillón. Menos.
Al otro día, muevo un cuadro y por un rato me gusta. Siento que ya pasó lo peor. A la noche me quedo mirándolo, desde la cocina, desde la puerta, con luz, en penumbras, caminando.
No va.
A la mañana, lo saco.
Me peleo con los cuartos. Los abandono, no ordeno. A ver si es verdad que el caos ilumina.
Pero ni tanto.
Y finalmente pido ayuda: a amigos por inspiración, a mi padre arquitecto por objetividad, al carpintero por acción.
En fin. Llevo semanas así. Como si no me conociera. Trece veces me pasó antes porque trece veces me mudé. «Al año la casa decae, al año y medio la casa decanta».
ESTO YA LO SÉ, me reto.
Ahora decae; mañana decanta.
Lo repito en voz alta.
Me convenzo.
Es mi mantra.