Escritorio / 17 julio 2011

Escritorio: Catarsis

Domingo. Nueve de la noche. Diría que estaba alterada, pero eso sería suavizar demasiado mi estado de ánimo, que se expresaría correctamente de cualquiera de las siguientes maneras: tenía un bruto ataque de ansiedad, estaba loca de los nervios o de repente todo mi mundo estaba desacomodado. Los motivos eran varios, pero principalmente uno: hacía un mes que me había quedado sin trabajo y el viernes había tenido una entrevista para uno que me gustaba mucho y a pesar de haber aceptado, el ok final de mi nuevo jefe nunca llegaba.

Entonces. Domingo, nueve de la noche, ataque de nervios. ¿Existe alguna combinación peor que esa? Llegué de un almuerzo familiar y me puse a leer. Y después a mirar una serie. Y después a escuchar música. Y después a hacer zapping. Pero mi cabeza estaba en otro lado: quiero que mi nuevo jefe me responda, que me responda, nuevo jefe, quiero, jefe nuevo, responder. Caminé por el departamento como cuando en las películas los futuros padres caminan por la sala de espera en los hospitales, con pasitos cortos, respiraciones agitadas, manos transpiradas y la ansiedad y la incertidumbre y la necesidad de hacer algo para calmarme. Y se me ocurrió: ¡voy a cambiar los muebles de lugar! Y después redoblé la apuesta: ¡Y de paso hago limpieza general!

El escritorio. La mesa y las sillas. La reposera que uso a modo de sillón pasó a estar más cerca de una ventana, después de la otra y finalmente volvió a su lugar original. El combinado antiguo que es lindo pero no funciona. El palette que alguna vez usé como mesa ratona, que vuele, ¡libertad! Los veladores, el de la mesa de luz arriba del combinado y el del combinado a la biblioteca. La silla que uso como mesa del teléfono pasó a ser la mesa de luz y las cajas que eran la mesa de luz se transformaron en un apéndice del escritorio. Los cuadros se intercambiaron entre sí, el calendario lo saqué porque no lo usaba, los banderines me resultaron demasiado infantiles pero sé que si los saco los voy a extrañar. Las lucecitas de navidad fueron almacenadas en una caja y después devueltas al lugar de siempre porque sí, son infantiles y para nada funcionales y molestan porque se prenden y se apagan, pero qué lindas son.

Todo fue examinado, cambiado de lugar, desacomodado y vuelto a acomodar. Horas de revisar qué podía tirar a la basura y finalmente no tirar nada porque me ganaron las dudas, esas que se presentan cuando estás a punto de tirar una revista y decís: ¿Y si después tengo ganas de hojearla y no está más? Limpié la cocina, limpié el baño, pasé la aspiradora debajo de la cama y antes de pasarla me fijé por las dudas que no hubiera nada importante y encontré: un par de medias, unas hojas y un libro que no sé cómo no me di cuenta que estaba perdido. Tardé tres horas y aunque sentía el cuerpo cansado por correr muebles y agacharme para pasar la aspiradora, descubrí de nuevo mi casa, ordenada y organizada, y mover una cosa para allá y otra para acá me dio la sensación de que era todo nuevo, todo más grande y luminoso, más hogareño y feliz.

Me di un baño y después me acosté a seguir leyendo un libro que me está costando terminar. Ya no necesitaba hacer mil cosas ni respiraba agitada, mirando el celular cada dos minutos. Y entonces, sonó: “Todo ok con el trabajo, empezamos el 6”.

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