Escritorio / 15 agosto 2010

Escritorio: David y Goliat

Hace algunos años alquilé a un amigo su departamento mientras él viajaba por Europa. Por una suma simbólica y el compromiso de pagar sus cuentas pasé de una situación semi-homeless (no viene al caso explicar cómo llegué a eso) a tener para mí sola un monoambiente nuevísimo y completamente equipado.

Luego de disfrutar de un tiempo de éxtasis total por la situación nueva, la alegría que borroneaba el criterio se fue y logré mirar con detenimiento a mi alrededor: Oh-my-god. La modernidad.

Llamame desagradecida. O enroscada. Pero cuando uno gusta de un estilo determinado y ya experimentó lo lindo de vivir en un lugar que le calce perfecto a su personalidad, rodearse de lo opuesto se siente como traición. El escritorio gigante de fórmica negra con su silla mucho más gigante y pretenciosa no iban conmigo. El acero inoxidable que quizás sea tu sueño a mí me hacía mal. En serio lo digo: re mal.

El no saber cuándo volvería el dueño funcionó como razón lógica -o excusa- para no hacer algo al respecto. ¿Pero qué podía hacer? Sacar sus cosas a la calle no era una opción. Incorporar otras tampoco, porque no había ni espacio ni dinero. Cambiar de casa era imposible, extremo y, para esto sí lo permito, ridículo.

La respuesta llegó sola, y de golpe.

Un sábado a la tarde me senté en el piso (flotante, claro) a revisar cajas que había mudado y archivado sin mirar. Ahí me topé con cosas que había olvidado que tenía y que quería: libros, fotos, postales, muñecos, lapiceros, cajas, latas, cuadernos. No quise volverlos a la caja; eran lo más yo que había tenido cerca en mucho tiempo. Asi que busqué la manera de ubicar todo eso sobre el escritorio de CEO que odiaba. Después de unas horas de mate y de esto va acá / no, mejor allá / mmm esto con esto queda mal / tengo que conseguir algo rojo para contrastar este rincón / uy no hay nada rojo / ¡si hay! en la alacena, un jarrito / ¿da pegar cosas a la pared con cinta scotch? / mah’si, si da… , la fiesta concluyó y yo estaba feliz con el resultado.

Esa noche quise mirar una peli, pero la atención estaba en otro lado. El escritorio me encantaba tanto, pero tanto, que no podía dejar de contemplarlo. ¡Estaba enamorada!

A partir de ese día no paré. Mis cosas, aunque pequeñas y sin autoridad decorativa, lograron imponerse frente al estilo dominante del departamento. No vi nunca más la imitación wengue de la mesa, la cuerina negra gastada de los puffs, el cromado, las dicroicas. Todo perdió protagonismo gracias al piquete que le hice con lo único que tenía: mis bártulos.

Logré decir de él mi casa. Y de mis casas, fue una de las más lindas.

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